Lo mismo ocho que ochenta
Solo se prohíbe lo evitable y se legisla lo que se puede controlar


Me pregunto qué necesidad teníamos de convertir también la gravedad en ley. No se sabe de ningún objeto que, arrojado al aire, se quede ahí, flotando, como una obsesión en el cielo de la bóveda craneal. A la gravedad le dan igual las leyes. No podemos prohibirle que haga caer todo aquello que ha logrado ascender. Solo se prohíbe lo evitable: matar, porque nos gusta, nos relaja y porque solemos obtener beneficios del crimen. Se prohíbe escupir en los bares y demás establecimientos porque somos unos bárbaros que necesitamos dejar repartido por ahí fuera todo el veneno que llevamos dentro. Se prohíbe hacer aguas porque, en caso contrario, todas las esquinas olerían a riñón. Se prohíbe, no sé, aparcar, por ejemplo, en determinadas vías porque una de las pulsiones más profundas de los seres humanos es la de abandonar el coche en cualquier sitio. Yo aparco cuando veo un hueco, aunque me pille lejos de donde iba, porque encontrar un hueco es como que te toque el rasca y gana de la lotería.
—¡Mira, ahí hay un sitio!
— Pues ahí nos quedamos.
Se legisla lo que se puede controlar. En Suiza, está prohibido tirar de la cadena después de las veintidós horas porque a los suizos les vuelve locos tirar de la cadena. Se pasarían la noche haciéndolo, no pegarían ojo, en fin, de ahí que las autoridades se hayan visto obligadas a regularlo para evitar ese desperdicio de sueño. En Francia es ilegal ponerle a un cerdo el nombre de Napoleón; en caso contrario, todos los ganaderos llamarían de ese modo a sus puercos. ¿Por qué? No tenemos ni idea. La cuestión es que no ha habido otro remedio que intervenir. Pero dejémonos de extravagancias. En los autobuses, está prohibido hablar con el conductor porque había mucha gente que solo los usaba para eso en prejuicio de los psicólogos (y de las psicólogas, puto genérico). Pero a la gravedad le da lo mismo ocho que ochenta, de modo que es absurdo ponerle obligaciones legales.
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